La peste y los libros

El ébola ya está entre nosotros los europeos, ya ha entrado en el Primer mundo. Ha dejado de ser un problema exclusivo de África, un problema de zonas subdesarrolladas, una cosa que no nos afectaba directamente. Y ya es casualidad que haya entrado por España, es una de esas cosas que todos decíamos en broma pero que no creíamos que llegara a pasar. Pero, ¿dónde si no iba a ocurrir? Como dice Enric Juliana, en este país «Sólo faltaba el ébola». Ya está aquí, y los europeos ya no estamos tan acostumbrados a las epidemias como lo estuvimos antaño. La última que vivimos fue la gripe española de la segunda década del siglo XX, y desde entonces solamente hemos sufrido el SIDA o alguna gripe de origen asiático, pero ninguna de ellas ha sido una plaga de gran extensión y mortandad entre la población. Aunque no siempre fue así, durante siglos las grandes epidemias nos han acompañado.

Las epidemias han formado parte de nosotros, siempre había alguna zona afectada por la peste, el cólera, la gripe o cualquier otro horror parecido. Y esto también nos marcó culturalmente y quedó reflejado en nuestro arte y literatura. Uno de mis primeros pensamientos sobre esta cuestión me llevó a Edgar Alan Poe. A Poe y a su cuento intitulado La máscara de la muerte roja. Este es uno de esos cuentos de terror que tan bien trazaba Poe y que han envejecido maravillosamente. No les voy a hacer spoilers, pero este cuento se centra en una enfermedad muy parecida al ébola, una fiebre hemorrágica casi incurable. Si son muy aprensivos no lo lean. No, que va, leanlo igualmente, es una de esas joyas que se han de leer, y sólo les llevará unos diez o quince mimutos. Pero por muy parecidos que sean los síntomas es un relato totalmente ficticio. La primera gran obra relacionada con una una epidemia real es El Decamerón del florentino Giovanni Boccaccio.

Peste Negra2
Traje médico usado durante la peste negra

Boccaccio nos cuenta la historia de diez jóvenes florentinos de clase alta, siete chicos y tres chicas, que huyendo de la Florencia azotada por la peste de 1348 —la llamada peste negra, que acabó con un tercio de los europeos en apenas tres años— se refugian en una villa abandonada, donde se encierran durante diez días hasta que el.brote de peste amaine un poco. Durante estos diez días y para matar el tiempo y distraerse se irán contando cuentos. Diez cuentos cada día, uno por individuos. Cuentos amorosos, picarescos, eróticos, morales. Pero además de ser una obra deliciosa, de ser una de las primeras muestras del Renacimiento —el Renacimiento nace con la peste negra— y de tener alguna metáfora que setecientos años después todavía no ha sido superada —«Meter el demonio en el infierno».— también es un retratro fidedigno sobre la ciudad europea más avanzada de la época bajo la peste.

Así nos explica Boccaccio en qué consistió la plaga: «En el año de nuestro Señor de 1348, la plaga mortífera irrumpió en la gran ciudad de Florencia, la más bella de las ciudades italianas. Ya sea por la intervención de los cuerpos celestes o debido a nuestras propias iniquidades, que la justa ira de Dios buscó enmendar, la plaga surgió en el este algunos años antes, provocando la muerte de incontables seres humanos. Se difundió sin freno de un lugar a otro, hasta que —desafortunadamente— se precipitó sobre el oeste. Ningún conocimiento, ni previsión humana alguna fueron de provecho en contra de ella, a pesar de que se escogieron funcionarios en activo para que limpiaran la ciudad de mucha suciedad, y de que a los enfermos se les prohibió la entrada, al tiempo que se difundían consejos para la preservación de la salud. Tampoco sirvieron las humildes súplicas. No una, sino muchas veces, se ordenaron en forma de procesiones y de otros modos, con el fin de que los creyentes apaciguaran a Dios; pero, a pesar de todo, cerca de la primavera de ese año la plaga comenzó a mostrar sus estragos… No se manifestó como en el este, donde, si un hombre sangraba por la nariz, era un aviso seguro de su inevitable muerte. En el comienzo de la enfermedad los hombres y las mujeres se veían afligidos por una especie de hinchazón en la ingle o debajo de las axilas que, a veces, alcanzaba el tamaño de una manzana o un huevo. Algunas de estas inflamaciones eran más grandes, otras más pequeñas, y se les llamaba comúnmente forúnculos. Desde esos dos puntos de partida, los forúnculos comenzaban poco a poco a esparcirse y aparecer, en general, por todo el cuerpo. Después, la manifestación de la enfermedad cambiaba a puntos negros o lívidos en los brazos, los muslos y en toda la persona. Muchas de estas manchas eran grandes y estaban separadas, otras eran pequeñas y se apiñaban. Al igual que los forúnculos —que eran y seguían siendo una segura indicación de la muerte próxima— estas manchas tenían el mismo significado para cualquier persona en que hubieran aparecido. Ni el consejo de los médicos, ni la virtud de medicina ninguna parecían ayudar o beneficiar a la curación de esas enfermedades. De hecho, no sólo muy pocos se recuperaban, sino casi todos morían a los tres días de la aparición de los signos; algunos más pronto, otros más tarde… La virulencia de la plaga fue máxima, ya que los enfermos la transmitían a los sanos mediante el contacto, de manera no distinta a como se propaga el fuego cuando se le acercan cosas secas o grasosas. Pero el mal era todavía peor. No sólo la conversación y la familiaridad con los enfermos extendía la enfermedad e, incluso, causaba la muerte, sino que, al parecer, el simple contacto con la ropa o con cualquier objeto que el enfermo hubiera tocado o usado transmitía la pestilencia… Más lastimosas eran las circunstancias de la gente común y, en gran parte, de la clase media, ya que estaba confinada a sus casas con la esperanza de estar seguros, u obligados por la pobreza; y restringidos a sus propias secciones, diariamente caían enfermos por miles. Allí, privados de ayuda o de cuidados, morían sin salvación. Muchos exhalaron su último suspiro en las calles, de día o de noche; gran cantidad murió en sus casas, y era sólo por el hedor de sus cuerpos putrefactos como anunciaban su muerte a sus vecinos. Por todas partes la ciudad estaba llena de cadáveres… Se llevaba tal cantidad de cuerpos a las iglesias cada día, que el suelo consagrado no resultaba suficiente para albergarlos, en particular, de acuerdo con la antigua costumbre de dar a cada cuerpo su lugar individual. Se cavaron grandes zanjas en los atestados atrios, y los cadáveres recién llegados se apilaban adentro, capa sobre capa, como la mercancía en la bodega de una nave. Se cubrían con un poco de tierra los cuerpos de cada estrato, y se procedía así hasta que la zanja se llenara hasta arriba».

Grabado sobre la peste en Londres en 1665
Grabado sobre la peste en Londres en 1665

Pero si se quiere conocer el día a día de una epidemia se debe de leer el Diario del año de la peste —no, el blog de Arcadi no— escrito por Defoe en el siglo XVIII. En él nos describe el brote de peste que sufrió Londres en 1665. Él por entonces tenía 5 años, pero con la ayuda de los diarios personales de su tío nos traza la vida de un habitante a lo largo de un año en la Londres azotada por la plaga. Es un escrito detalladísimo, un texto periodístico novelizado. Las muertes diarias, los edictos políticos, pero también las visicitudes del narrador, las vidas de sus vecinos, la evolución de su barrio y de la ciudad. Los actos más viles y los más heroicos. El hundimiento y desaparición poco a poco de la sociedad.

Aquí un fragmento del libro donde se nos muestra la cara más terrible de una sociedad enfrentada a la pestilencia: «Generalmente se instalaban en una sala que daba a la calle, y como siempre se quedaban hasta muy tarde, cuando aparecía el carro de los muertos al final de la calle, para dirigirse a Houndsditch, que estaba delante de las ventanas de la taberna, apenas oír la campana, solían abrir las ventanas y mirar hacia fuera; y como a menudo, mientras pasaba el carro, se oían lamentaciones de la gente que estaba en la calle o se asomaba a las ventanas de sus casas, aquellos desvergonzados se burlaban de ellos y les escarnecían, sobre todo si oían que la pobre gente invocaba a Dios para que tuviese misericordia de ellos, como muchos hacían en aquellos tiempos mientras andaban por las calles. El alboroto que produjo la entrada de aquel pobre caballero en la casa, como ya he dicho más arriba, les molestó, y al principio se mostraron muy encolerizados y protestaron airadamente ante el dueño de la casa, por permitir que aquel buen hombre, así le llamaban ellos, fuera sacado de la tumba y se le dejara entrar allí; pero como se les contestó que era vecino suyo, y que estaba sano, a pesar de estar abrumado por la desgracia que había afligido a su familia, y todo lo demás, pasaron de la cólera al escarnio, y le ridiculizaron en su dolor por la pérdida de su esposa y de sus hijos, y se mofaron de su falta de valor para arrojarse a la gran fosa y así ir al cielo, según dijeron en son de burla, junto con los suyos, añadiendo algunas frases muy impías e incluso blasfemas. Estaban ocupados en esta villanía cuando yo volví a la casa, y por lo que pude ver, a pesar de que él permanecía inmóvil, mudo y desconsolado, y sus afrentas no conseguían distraerle de su dolor, aquellas palabras le apenaban y le ofendían al mismo tiempo. En vista de lo cual, haciéndome perfecto cargo de cómo eran, y conociendo personalmente a dos de ellos, les reproché cortésmente su proceder. Inmediatamente se volvieron contra mí, colmándome de injurias y preguntándomeentre juramentos cómo no estaba ya en mi tumba, en tiempos como aquéllos en los que muchas personas más honradas que yo habían sido llevadas al cementerio, y por qué no estaba en mi casa rezando para que el carro de los muertos no viniera por mí, y cosas por el estilo.».

Y con una cita del Diario de Defoe empieza La peste de Camus—a mi parecer su mejor obra—. En ella Camus trata sobre el impacto de la peste en una ciudad moderna, una ciudad que ya no tiene recuerdo vivo de otras epidemias, que se cree ya a salvo de estos peligros. Una sociedad desprevenida y descuidada. En la Orán de la década de los cuarenta el doctor Rieux nos narra cómo la ciudad lucha contra la peste. Vemos los hechos desde la perspectiva de los que deben acabar con ella, de los que la tratan médicamente. Es una obra de ficción, como las dos anteriores, pero esta no se basa en ningún hecho que ocurriera realmente por esa época en Orán, pero gracias a la extensa documentación que utilizó para escribirla logra una veracidad total. Además de ser una novela sobre una ciudad y sus habitantes aislados por la peste también es un gran retrato del ser humano y una obra maestra de la literatura.

Tres pequeños fragmentos para que vean lo que les quiero decir: «La muerte del portero, puede decirse, marcó el fin de este período lleno de signos desconcertantes y el comienzo de otro, relativamente más difícil, en el que la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico. Nuestros conciudadanos, ahora se daban cuenta, no habían pensado nunca que nuestra ciudad pudiera ser un lugar particularmente indicado para que las ratas saliesen a morir al sol ni para que los porteros perecieran de enfermedades extrañas. Desde ese punto de vista, en suma, estaban en un error y sus ideas exigían ser revisadas».

«Las plagas, en efecto, son una cosa común, pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros conciudadanos y por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza».

«El doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio».

Lean a Boccaccio, a Defoe, a Camus. Y en sus páginas encontraran muchos de los síntomas que ha empezado a padecer nuestra sociedad. Desde los errores políticos —las autoridades florentinas mataron a todos los gatos pensando que ellos eran los responsables, cuando en verdad eran las pulgas de las ratas… imaginen el resultado…—, la deshumanización del enfermo—el entierro que ya le tenían preparado a la pobre enfermera—, los rumores —hola ABC, COPE, El País, El Mundo, Twitter…—, los actos de heroismo —esos doctores—, el miedo —esos vecinos—, el humor negro y la insensibilidad —todos hemos visto ejemplos—, los remedios mágicos — la monja Forcades diciendo que se puede curar el ébola con ozono via anal—… Todo lo que estamos viviendo está allí, con la diferencia que en nuestra sociedad tenemos acceso a más información, y que un pequeño contagio en Madrid —los expertos, los de verdad, creen que no va a ir a más— ya lo convertimos gracias a nuestros medios de comunicación —y a nosotros mismos— en una pandemia. Pero no por todo esto somos una sociedad especialmente horrorosa ni terrible, solamente estamos actuando como una sociedad acosada por una peste, aunque esta tenga más de imaginaria que de real. Sólo somos humanos.

Y recordemos como dice Camus en la última página de su libro que: «Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba, lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios, dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa».

Biel Figueras | @rincewindcat

Bibliografía

 

Boccaccio, Giovanni: El Decamerón. Editorial Cátedra. Madrid. 2007.

Camus, Albert: La peste. Edhasa. Barcelona. 2012.

Defoe, Defoe: Diario del año de la peste. Impedimenta. Madrid. 2010.

Poe, Edgar Allan: Cuentos completos. Espasa libros. Barcelona. 2007.

 

2 Comments

  1. Por apuntar algunas obras más que pueden ser de interés. La primera descripción de una peste en una ciudad fue la que se declaró en Atenas durante la querra con Esparta, y que se llevó por delante, entre otros, al mismo Pericles. Se puede encontrar en Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, II, 47-54. Quién no la conozca se asombrará de cómo se escribía y describía a finales del s.V a.C. No tiene mucho que envidiar a tanto que se ha escrito después.

    Menos útil como descripción, pero insuperable en su maravilloso patetismo y aprovechable en sus últimas meditaciones es la descripción de la peste que afectó a Milán en 1630 y que describe siglos después Alessandro Manzoni en Los novios (I promessi sposi), XXXI ss.

    Y por último, para aquellos que aún creen en una contención por la fuerza, no estaría de más que leyeran ¿Quién rompió las rejas de Monte Lupo?, de Carlo M. Cipolla, para entender algo de lo que se puede fraguar en circunstancias extraordinarias y lo difícil que es la contención.

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  2. Por apuntar algunas obras más que pueden ser de interés. La primera descripción de una peste en una ciudad fue la que se declaró en Atenas durante la querra con Esparta, y que se llevó por delante, entre otros, al mismo Pericles. Se puede encontrar en Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, II, 47-54. Quién no la conozca se asombrará de cómo se escribía y describía a finales del s.V a.C. No tiene mucho que envidiar a tanto que se ha escrito después.

    Menos útil como descripción, pero insuperable en su maravilloso patetismo y aprovechable en sus últimas meditaciones es la descripción de la peste que afectó a Milán en 1630 y que describe siglos después Alessandro Manzoni en Los novios (I promessi sposi), XXXI ss.

    Y por último, para aquellos que aún creen en una contención por la fuerza, no estaría de más que leyeran ¿Quién rompió las rejas de Monte Lupo?, de Carlo M. Cipolla, para entender algo de lo que se puede fraguar en circunstancias extraordinarias y lo difícil que es la contención.

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