La gran familia

Madrid, mi Máter España,  es una ciudad que nunca me ha matado. Ni siquiera, madrastra España, me ha maltratado. Pero tengo un problema con Madrid que no he podido superar y que se agrava con el tiempo. Mi problema se llama Plaza Mayor de Madrid. No puedo con ella. Me parece uno de los lugares más tétricos y sombríos del mundo. No creo que mi caso sea una agorafobia de las que se veían tan a menudo en los arrabales de las grandes plazas públicas. Recuerdo los ratos que me he pasado observando a la gente en las plazas de las ciudades en las que he vivido. Podría hacer un estudio de la personalidad del ciudadano según su relación con las plazas públicas. Mucho he aprendido en ellas. Hace años podía reconocer a los agorafóbicos refrenando su caminar al entrar en un espacio abierto.  O al obsesivo, un miedoso más elaborado,  merodeando bajo los soportales sin atreverse nunca a salir a la plaza a cuerpo. Actualmente, tras la aparición de los teléfonos móviles, esos potentes instrumentos contrafóbicos, ya no hay posibilidad de taxonomía alguna. Todos somos iguales en las plazas del señor. Ahora cruza las plazas cualquiera que se ponga un celular en la oreja. También podría ponerme afectado y decir que este pavor que me entra al acercarme a la Plaza Mayor de Madrid es , como casi todos los problemas graves de la vida,  producto de un trauma infantil. Pero no creo. Aunque tengo una buena amiga que me dice que en esto del sufrimiento hay traumas y microtraumas igual que hay infartos y microinfartos.  Yo, para no contrariarla, suelo asentir. Así que he acabado por aceptar que este microtrauma infantil mío se inició la primera vez que ví La gran familia, película rodada en 1962 y dirigida por Fernando Palacios con guión de Pedro Masó Y Rafael J. Salvia, entre otros. Creo que eran las Navidades del año 1972 y todo en la vida era en blanco y negro.  El microtrauma se reforzó con las exposiciones continuadas ante el mismo estímulo nocivo en las Navidades de varios años consecutivos.  Y ahora ya no hay forma de quitar el escalofrío, el temblor de piernas, el sudor o el temor a un ataque cardíaco cada vez que, llegado diciembre, entreveo las casetas instaladas en la citada plaza. “Je m´acusse…” Pero no he podido superar uno de los recuerdos más lacerantes de mi infancia: la voz rota de Pepe Isbert y su cohorte de nietos llamando al pequeño Chencho, perdido entre la muchedumbre que abarrotaba la Plaza Mayor de Madrid en fechas navideñas: “ ¡Chenchooo! ¡Chenchoooo, hijoooo!!!!” fue la sonora letanía que alborotó muchas noches de mi infancia, el balido de los corderos que más me revolucionó el alma de preaadolescente sensiblero hasta la llegada de Enzo Staiola, el hijo de un obrero al que le robaron la bicicleta.

De poco sirvió que durante otras muchas Navidades más cercanas en el tiempo la televisión nos regalara las aventuras del buen George Bailey paseando por Bedford Falls. Las aromatasas de Frank Capra y James Stewart en ¡Qué bello es vivir! nunca han podido con el guirlache repujado que Palacios y Massó cocieron a mayor gloria de Dios y del Glorioso Movimiento.

A fecha de hoy, La gran familia me parece una mala película, sostenida por un puñado de actores geniales. Pero es una de las películas que mejor reflejan la capacidad performativa del cine porque las Navidades de muchas familias españolas estuvieron y siguen estando inspiradas en ella. La gran familia es, como diría Juan Tallón, una película peligrosa: ni teoriza  sobre la familia ni siquiera sobre la condición humana. Es una película que lo da todo resuelto sin dar la posibilidad de pensar sobre nada. Supongo que ahí radica gran parte de su éxito: ningún artilugio ha sido exitoso para la economía familiar sin dar mil facilidades. Y nada resulta más sencillo que dejarse llevar por  la manada. La gran familia resulta de un roñoso maridaje entre los principios básicos del desarrollismo franquista con el nacionalcatolicismo. La familia, esos quince hijos que sostenían entre Alberto Closas y Amparo Soler Leal con un sueldito, era la célula básica de la sociedad franquista y de su cristiandad.  Así, todos los personajes de la película están construidos al  servicio de la ideología rampante y los trazos que les conforman en el guión son planos, predecibles y con un componente propagandístico que aleja cualquier relación con el arte.

No he sacado ni una sola enseñanza de todas las veces que he visto La gran familia. Nada que ver, por ejemplo, con  Ladrón de Bicicletas (1948), de Vittorio de Sica y cuyo protagonista, el niño Bruno interpretado por Enzo Staiola retiró  a Chencho de mis preocupaciones nocturnas. Uno de los momentos más delicados de nuestra adolescencia tiene que ver con la elaboración sentimental del final de la omnipotencia paterna que nos da calma durante la infancia. Que nadie pretenda intuir algún matiz al respecto en La gran familia donde el río de la vida fluye, falso,  sin meandro alguno. En cambio, de qué manera tan delicada y cervantina nos enseñó Vittorio de Sica a querer a un padre honrado por desgraciado que sea. La película de De Sica me ayudó a crecer mojando la cama con alguna lágrima pero sin mearla.

Me contaba, poco antes de fallecer, el maestro de periodistas Eugenio Suárez, fundador de El Caso y Sábado Gráfico, que lo que más le llamaba la atención de la censura franquista muchas veces no era tanto la liquidación de la libertad de expresión sino la tremenda incultura con que se manejaban los censores. Ponía como ejemplo la gran cantidad de portadas de El Caso que le prohibieron porque en la foto de alguna víctima se veía un trozo de muslo femenino o algún fragmento de ropa interior. Y sin embargo se autorizaban, sin darles importancia, declaraciones de testigos que eran una tajante expresión de la descomposición social del franquismo .

Esto es lo que le pasa a La gran familia, un instrumento de manipulación social contundente y eficaz, pero imperfecto. Porque pasados los años y pensándolo con frialdad y distancia a mí nunca me preocupó demasiado la suerte del niño Chencho. Lo que de verdad me roía el alma era la voz ronca de Pepe Isbert, el lamento desesperado de un anciano al que la faltaba el aire, el grito desgarrado de los pobres de aquella España. Maldita plaza.

3 Comments

  1. Coincido con el autor en que la Plaza Mayor no mola. Y cada vez menos. Se ha convertido en un espacio para timar a turistas, donde los ciudadanos de a pie no podemos hacer nada, porque se nos escapa de precio. Y porque en fechas como las que acabamos de pasar hay hasta cola para entrar.

    Pero si algo mola en la Plaza Mayor, sobre todo en Navidad, es pasar por el centro gritando "Chencho, Chencho", tratando de imitar la característica voz de Isbert.

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  2. Bonito artículo, sr. Jambrina. A mí la plaza Mayor me encanta, y es un lugar cargado de referencias históricas. Pero por eso mismo hubiera debido tenerse con ella un cuidado excepcional y NO estropearla con esas horrenda boca de metro de vidrio. ¿Cómo se puede tener tan mal gusto? ¿Cómo se puede ser tan desaprensivo en lo estético? En Bilbao también pusieron unas bocas de vidrio, pero elegantes, diseñadas, según creo, por Gehry. Lo de la Puerta del Sol es de vergüenza, de pueblo corrupto, y eso hasta tal punto que creo que es legítimo sospechar que alguien fue untado.

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