Cuando teníamos granos

Ayer volví a ver el primer capítulo de Californication y regresé a aquellos años donde el porno era duro y los pechos de las mujeres se aparecían sólo en la pantalla de mi ordenador. Aquellos años en los que éramos felices y pajilleros, aunque esta segunda parte de la frase nunca se comenta pues algunos creen que eran los únicos que se la machacaban furtiva y furiosamente. Piensan que si confiesan su perfecto onanismo serían sometidos al Tribunal del Orden Púbico. Hank Moody aparece en su Porsche, en un cementerio, y se dirige al grandullón crucificado y con cara de pena: “Tenemos que hablar”, dice, y paso seguido aparece una monja que, si bien podría haberle mandado rezar catorce padrenuestros, prefiere hacerle una mamada. Jesús ni se inmutó. Tampoco hubiese podido. Todo ello me evocó la nostalgia de aquella época en la que las niñas llegaban en grupo y donde siempre destacaba una de ellas por tener unos pechos que, por entonces, nos parecían el nirvana de la sexualidad. Los años en los que una lata de cerveza nos parecía el mayor de los tesoros; los años en los que nos rebelábamos a los profesores sin acritud; los años en los que pataleábamos antes de poner la mesa; y los años en los que teníamos tiempo para hacer lo que nos gustaba: pegar patadas a un balón. Eso ya queda lejos, como abandonado en alguna parte de nuestro pasado a la que nos da miedo volver por pena. La infancia aparece agazapada entre tardes de sol y bermudas, entre espinillas y pelo largo. Todo eso éramos y ahora sólo somos la prolongación de lo que el tiempo ha querido que seamos: algunos perfectos estudiantes de camisas bien planchadas, y otros mediocres personajes que languidecen entre barras de bar, prácticas de Derecho y frustraciones. No quería escribir esto, es más no sé por qué cojones lo estoy escribiendo. Yo tenía pensado hablar sobre la orgía de Eyed Wide Shut  de Stanley Kubrick y Naked Lunch de W. S. Borroughs. Luego vendrá Carlos J. Barragán con su discurso de niño de Concha Espina, con sus remedios para la resaca y yo asentiré antes de decirle que se calle, que me duele la cabeza. A los de provincia pequeña nos gusta disfrutar de la elegancia snob de la embriaguez a la vez que nos damos cuenta de que otra copa más entraría como un puñetazo letal: knock out. Apareceremos en una cama –nuestra o ajena- o en una playa con arena hasta en el prepucio pero siempre honrando a Baco, siempre decadente e hidalgo. Recordaremos las facciones simples de la mujer que nos inmutó, escupiremos y nos resignaremos antes de pedir un café. Si el alcohol tuviese rostro tendría el de El Nota bajando en bata al supermercado. Sin embargo, tiene el de todos nosotros, el que le hemos ido dibujando en nuestra vida. Y, quizá, tenga la voz de Tallón.

Hubo un tiempo en el que nuestros padres elegían la ropa y nos llevaban al colegio con los cordones de los náuticos bien atados. Eso fue y es gloria. Lo que aún destila recuerdos son los regalos que aparecían bajo el árbol decorado con un insoportable estilo barroco y recargado. Como si el tiempo se hubiese parado ahí, nostálgico; como si tirase del brazo para hacernos volver, pero el tiempo no cesa y el pasado no tiene más que discurrir sin preguntarse cuándo parar. Hemos crecido, nos ha salido barba y pelo en el pecho. Hemos entrado en nuestras primeras faldas e, incluso, hemos jugado a pisar líneas rojas. Es obvio que la virilidad no es más que un reducto pálido y opaco de lo que fuimos cuando a nuestros padres les decían: «¡Ya verás cuando crezcan, ya verás!”

Alejandro Menéndez | @Alejandro_Menmo

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