Ver al mundo morir

Musa grotesca… ¿no será la musa moderna?” Así se lamentaba el hijo pródigo de la Generación del 98 paseando por su Madrid “absurdo, brillante y hambriento”, absorto en un idealismo estético que poco después le llevaría a consagrar su poética de la carnavalización a la creación más eminentemente atroz que nuestras letras han visto germinar en el siglo XX: el esperpento, la decrepitud hecha regocijo, la gloriosa violencia del exceso voluptuoso.

Años, muchos años después – y tras el constante juego de opósitos que necesariamente ha de ir equilibrando la Historia en un tiempo mediocre al que siempre llamaremos presente – seguimos sintiendo una súbita e inexplicable atracción hacia el ocaso agónico de cualquier descomposición ética o estética. Véase la fascinación por ser cómplices, Tanqueray en mano, de las aventuras de motel entre alguna Lolita de labios sucios de carmín y un Humbert Humbert susurrándole al oído que le nom ne fait pas à la chose, que la convención es una flor que se marchita en las manos de quien no la deshoja a tiempo; véanse los ídolos juveniles que parecen desfallecer unánimemente entre volutas de humo, astenia quadriestacional y nostalgia por un pasado que apenas han tenido tiempo de vivir.

Fotograma de la película Lolita de  A.Lyne (Foto_tumblr.com)

No solo en la literatura la modernidad ha coronado con laureles lo dionisíaco por encima de lo apolíneo. Empezando por los expresionistas de la nueva objetividad alemana –aquella a la que Hitler llamó “arte degenerado”, en su intención de aniquilar cualquier atisbo de insumisión a la norma, fuera plástica o ideológica– y terminando por los cuerpos de deformidad culpable que a mediados del siglo pasado borbotaban del pincel de William de Kooning, la asimilación entre lo aborrecible y lo ideal ha ido tomando forma en las amalgamas más inesperadas. Asimismo, no debemos olvidar que en la disciplina de la paleta contamos entre nuestros paisanos con uno de los precursores de esta tendencia, a la que se ha bautizado en España con el nombre de tremendismo. Paradójicamente fue Francisco de Goya y Lucientes  (el mismo pintor que inmortalizó el cara a cara del hombre frente a la muerte en sus series sobre las revoluciones de 1808 contra la invasión napoleónica) quien terminó sus días empezando una de las corrientes estéticas más prolíficas de la contemporaneidad: la fascinación por lo grotesco.  De hecho, existen muchas más semejanzas que diferencias entre los rostros de las pinturas negras de Goya, corroídos por una especie de cólera satánica, y los de los lisiados y tullidos acompañados de famélicas prostitutas de Otto Dix o George Grosz.

Por alguna razón, a los héroes de Homero y a todo su séquito de virtudes les hemos relegado a una cómoda vitrina en la que en estos días tan solo alguien muy lúcido o muy loco – cualidades que convergen con más frecuencia de lo que a la obtusa mente humana le gusta reconocer– osaría mirarse. Y es que la perfección se nos ha vuelto rancia. Se nos ha agriado como la leche en los pechos de una madre infanticida. Las Helenas de Troya, incluso el celestial y divino equilibrio de las Julietas, han caído ante la sonrisa pícara y sugerente de una infame, vívida y voluble Carmen. ¿O es que no son también ángeles caídos los héroes de David Lynch (Blue velvet) o Quentin Tarantino (Four rooms)?

A propósito de este último –cuyos trabajos, no en vano, han sido clasificados bajo etiquetas como neo-noir o citados como palmario ejemplo de estetización de la violencia –, centrémonos en la archiconocida cinta que, entre otros intensos y sumamente interesantes delirios, narra: la experiencia mística de un sicario encorbatado, las andanzas de una bellísima Una Thurman que distribuye sus flirteos entre la cocaína, los batidos de cinco dólares y el poseedor de uno de los hoyuelos más atractivos del paradigma actoral masculino actual, también profesional del crimen y víctima del azar hecho reloj perdido y arma en manos del frustrado boxeador Butch. En efecto, nos estamos refiriendo a Pulp Fiction. Como sucede en el esperpento valleinclaniano, Tarantino nos sirve a unos personajes muñequizados, sobre quienes la agresividad recae sin que el espectador sienta necesidad alguna de desplegar hacia ellos esa escalera de empatía que habría de permitirle bajar de su altar de demiurgo y apiadarse de su condición.

Pero, ¿realmente alguien hubiera querido intercambiarse por John Travolta para tener que apuñalar con químicos el corazón de la esposa del temible Marcellus y así rescatarla de los brazos de la muerte, o para lucirse en la pista de baile con movimientos que habrían hecho temblar la dignidad de más de uno? (Inserte aquí el lector una rotunda negativa). ¿Alguien en su sano juicio habría celebrado pertenecer a la vecindad en la que los extraviados protagonistas de Pulp Fiction realizan sus travesuras de adultos? ¡Lagarto, lagarto!

Lo esencial del placer que encontramos en lo mugriento y lo depravado, pues, exige la pátina de distanciamiento, de visión de altura, que ofrece el arte: que las ratas pueblen el pestilente inframundo de la urbe, pero que solo los libros den cuenta de ello;  que los borrachos se beban hasta las clepsidras, pero que no seamos nosotros quienes, a la mañana siguiente, hallemos su osamenta entumecida por la frialdad de la muerte. Que se muera el mundo, pero que sea lejos de la calidez de nuestras sábanas. Al fin y al cabo, ya lo dejó todo dicho aquel “Don Ramón de las barbas de chivo”: la tragedia de nuestro siglo es no tener tragedia.

Martina Alcobendas | @martinaalco

 

6 Comments

  1. Un texto no solo erudito y bien escrito, sino muy vivo y con nervio. Expones tu argumento con una pasión muy literaria. Me ha gustado bastante.

    La idea de una «justificación estética del mal» (o de lo feo, lo sórdido o lo depravado) es muy antigua y recorre la Tradición. El mal, lo feo y lo depravado, existirían con el único propósito de su futura estetización y conversión en arte. Es decir, son para que el arte sea. Sin lo feo y lo depravado, sin lo angustioso o lo injusto, ¿qué clase de arte sería posible? ¿Uno puramente exaltador del bien y la bienaventuranza? ¿Del bienestar o la agradable rutina? Sería algo tan tedioso como el Paraíso de la Tradición Cristiana, tan tedioso si lo comparamos con el creativo y horrible Infierno. .

    Pensemos por ejemplo en La Comedia de Dante. Impresiona cómo la obra va haciéndose cada vez más «floja» a medida que nos alejamos del Infierno. Los Círculos de los condenados son infinitamente más espléndidos que las aburridas armonías del Paraíso. Es significativo que, incluso en el Purgatorio o en el Paraíso, a Dante no le quede más remedio que incluir alguna pincelada dolorosa. Cuando Dante avista por fin a Beatriz, es una lejana y fria Beatriz, que lo trata desdeñosamente, y casi lo humilla.

    Claro que hay poetas que cantan la plenitud, como Whitman o Guillén, pero son los menos. Parece como si el bien y el placer dieran mucho menos juego estético y literario que sus contrarios.

    En uno de sus ensayos, Borges recoge dos alusiones a la estetización del mal, separadas por un abismo de treinta siglos. La de Homero («los dioses tejen desdichas para que los hombres tengan algo que cantar») y la de Mallarmé («El mundo exixte tan solo para que con él hagamos un libro»).

    Comparemos el terror desgarrador de la realidad con el deleitoso «terror» de las novelas y películas. ¡Qué dos «terrores» tan diferentes! Sí. Está claro que la única posible justificación de lo pervertido, lo feo, lo angustioso o lo inmundo es el arte. Los libros, la pintura, la música, el cine. El recuerdo del dolor o del mal, su recreación, su reelaboración artística, nos produce placer. Placer estético. Y esto ha sido así siempre. No es un invento de nuestra época.

    Bueno, lo dejo aqui que ya me enrollo otra vez. Saludos y enhorabuena por el artículo. Espero que lleguen más 🙂

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  2. Un texto no solo erudito y bien escrito, sino muy vivo y con nervio. Expones tu argumento con una pasión muy literaria. Me ha gustado bastante.

    La idea de una "justificación estética del mal" (o de lo feo, lo sórdido o lo depravado) es muy antigua y recorre la Tradición. El mal, lo feo y lo depravado, existirían con el único propósito de su futura estetización y conversión en arte. Es decir, son para que el arte sea. Sin lo feo y lo depravado, sin lo angustioso o lo injusto, ¿qué clase de arte sería posible? ¿Uno puramente exaltador del bien y la bienaventuranza? ¿Del bienestar o la agradable rutina? Sería algo tan tedioso como el Paraíso de la Tradición Cristiana, tan tedioso si lo comparamos con el creativo y horrible Infierno. .

    Pensemos por ejemplo en La Comedia de Dante. Impresiona cómo la obra va haciéndose cada vez más "floja" a medida que nos alejamos del Infierno. Los Círculos de los condenados son infinitamente más espléndidos que las aburridas armonías del Paraíso. Es significativo que, incluso en el Purgatorio o en el Paraíso, a Dante no le quede más remedio que incluir alguna pincelada dolorosa. Cuando Dante avista por fin a Beatriz, es una lejana y fria Beatriz, que lo trata desdeñosamente, y casi lo humilla.

    Claro que hay poetas que cantan la plenitud, como Whitman o Guillén, pero son los menos. Parece como si el bien y el placer dieran mucho menos juego estético y literario que sus contrarios.

    En uno de sus ensayos, Borges recoge dos alusiones a la estetización del mal, separadas por un abismo de treinta siglos. La de Homero ("los dioses tejen desdichas para que los hombres tengan algo que cantar") y la de Mallarmé ("El mundo exixte tan solo para que con él hagamos un libro").

    Comparemos el terror desgarrador de la realidad con el deleitoso "terror" de las novelas y películas. ¡Qué dos "terrores" tan diferentes! Sí. Está claro que la única posible justificación de lo pervertido, lo feo, lo angustioso o lo inmundo es el arte. Los libros, la pintura, la música, el cine. El recuerdo del dolor o del mal, su recreación, su reelaboración artística, nos produce placer. Placer estético. Y esto ha sido así siempre. No es un invento de nuestra época.

    Bueno, lo dejo aqui que ya me enrollo otra vez. Saludos y enhorabuena por el artículo. Espero que lleguen más 🙂

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  3. Me levanté con la intención de coger “el trébole” de la maña de san Juan, sembrada de cascotes de petardos y resacas y, antes de salir de casa, me encuentra este “Ver al mundo morir”.

    La “musa moderna (que enarca la pierna con el ringorrango del tango) tiene mucho de verbenera, querida Martina Alcobendas: pero de una carnavalización trágica sin tragedia. “La tragedia nuestra no es tragedia”, le dice Max Estrella a don Latino de Hispalis en la escena XII de Luces de bohemia, anticipándose a Samuel Beckett y su demostración estética y teórica de la imposibilidad de la tragedia en un mundo sin grandezas. El diálogo de don Manolito y don Estrafalario en Los cuernos de don Friolera profundiza en esta estética del esperpento:

    “Don Estrafalario: […] Mi estética es una superación del dolor y de la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos.
    Don Manolito: ¿Y por qué sospecha usted que sea así el recordar de los muertos?
    Don Estrafalario: Porque ya son inmortales. Todo nuestro arte nace de saber que un día pasaremos. Ese saber iguala a los hombres más que la Revolución Francesa.
    Don Manolito: Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera. Soy como aquel pariente que usted conoció, y que, al preguntarle el cacique, qué deseaba ser, contestó: “Yo, difunto”

    Esa visión de altura, desde la ironía distanciadora y cómplice que permite la armonía de contrarios, la deformación grotesca, es la clave estética que nos permite “ver al mundo morir”. Son muertes de mentira, son dolores que no duelen: en su equilibrio habita la catarsis de los receptores. Nada nuevo, pero completamente nuevo: la tragedia de Max Estrella en su grotesco desencuentro con el azar (destino devaluado) de un capicúa (el 5775) en un mundo que es una controversia, un esperpento coreado por un borracho lúcido de ebriedad.
    Ulises, desde 1922, solo puede ser Leopold Bloom (o Gregor Samsa). Tarantino, sobre la ola de una cierto tirón comercial, ha sido valleinclaniano (sin saberlo, supongo, que tiene más mérito). Otros lo han intentado y han fracasado (Balada triste de trompeta, de Álex de la Iglesia, es un ejemplo)
    Como el infante Arnaldos, quise salir en la mágica mañana de san Juan a «mi falcón cebar» y vi llegar una galera: el marinero me sedujo con su cantar y ya viajo con él por estos mares de las pantallas.
    Excelente reflexión, Martina.

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  4. Me levanté con la intención de coger “el trébole” de la maña de san Juan, sembrada de cascotes de petardos y resacas y, antes de salir de casa, me encuentra este “Ver al mundo morir”.

    La “musa moderna (que enarca la pierna con el ringorrango del tango) tiene mucho de verbenera, querida Martina Alcobendas: pero de una carnavalización trágica sin tragedia. “La tragedia nuestra no es tragedia”, le dice Max Estrella a don Latino de Hispalis en la escena XII de Luces de bohemia, anticipándose a Samuel Beckett y su demostración estética y teórica de la imposibilidad de la tragedia en un mundo sin grandezas. El diálogo de don Manolito y don Estrafalario en Los cuernos de don Friolera profundiza en esta estética del esperpento:

    “Don Estrafalario: […] Mi estética es una superación del dolor y de la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos.
    Don Manolito: ¿Y por qué sospecha usted que sea así el recordar de los muertos?
    Don Estrafalario: Porque ya son inmortales. Todo nuestro arte nace de saber que un día pasaremos. Ese saber iguala a los hombres más que la Revolución Francesa.
    Don Manolito: Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera. Soy como aquel pariente que usted conoció, y que, al preguntarle el cacique, qué deseaba ser, contestó: “Yo, difunto”

    Esa visión de altura, desde la ironía distanciadora y cómplice que permite la armonía de contrarios, la deformación grotesca, es la clave estética que nos permite “ver al mundo morir”. Son muertes de mentira, son dolores que no duelen: en su equilibrio habita la catarsis de los receptores. Nada nuevo, pero completamente nuevo: la tragedia de Max Estrella en su grotesco desencuentro con el azar (destino devaluado) de un capicúa (el 5775) en un mundo que es una controversia, un esperpento coreado por un borracho lúcido de ebriedad.
    Ulises, desde 1922, solo puede ser Leopold Bloom (o Gregor Samsa). Tarantino, sobre la ola de una cierto tirón comercial, ha sido valleinclaniano (sin saberlo, supongo, que tiene más mérito). Otros lo han intentado y han fracasado (Balada triste de trompeta, de Álex de la Iglesia, es un ejemplo)
    Como el infante Arnaldos, quise salir en la mágica mañana de san Juan a "mi falcón cebar" y vi llegar una galera: el marinero me sedujo con su cantar y ya viajo con él por estos mares de las pantallas.
    Excelente reflexión, Martina.

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  5. Solo para los más lúcidos está reservado poder ver la belleza en lo grotesco con la suficiente distancia para no afectarse y disfrutar de ello. El repaso por el mundo del teatro, del cine, del arte… que nos ofreces no es más que un primer paso a un mundo que cuando se abre no se cierra. Bienvenida a un mundo reservado a los gourmets estéticos sin perder nunca el contacto con la realidad… difícil equilibrio que sólo la práctica nos ofrece.

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  6. Solo para los más lúcidos está reservado poder ver la belleza en lo grotesco con la suficiente distancia para no afectarse y disfrutar de ello. El repaso por el mundo del teatro, del cine, del arte… que nos ofreces no es más que un primer paso a un mundo que cuando se abre no se cierra. Bienvenida a un mundo reservado a los gourmets estéticos sin perder nunca el contacto con la realidad… difícil equilibrio que sólo la práctica nos ofrece.

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